domingo, 25 de julio de 2010

Diarios socios del gobierno en Papel Prensa:, "era más o menos lo mismo que si la Iglesia tuviera una clínica de abortos"

Robert Cox fue director del Buenos Aires Herald durante la dictadura y uno de los primeros en difundir la lucha de las Madres, aún cuestiona el silencio de la prensa ante el horror militar. “Era inaceptable que los medios fueran socios del gobierno”, afirma
Los buenos periodistas, como los científicos o los filósofos, se ven atravesados por preguntas que se convierten en obsesiones. Para Robert Cox, que vivió parte de su infancia en Londres, bajo los bombardeos de la Luftwaffe, el gran interrogante fue: “¿Cómo era posible que los nazis exterminaran millones de personas sin que los alemanes comunes y corrientes pusieran el grito en el cielo? ¿Cómo fue posible que personas decentes que vivían al lado de un campo de concentración negaran lo obvio?” Como él mismo escribe en el prólogo a Guerra sucia, secretos sucios, el libro que su hijo David acaba de publicar por Sudamericana, tuvo que viajar a la Argentina y convertirse en el director del diario Buenos Aires Herald durante el proceso militar, para conocer la respuesta.
Cuando piensa en aquella época, Cox critica fuerte a los directores de los medios de comunicación por no haber hecho lo que correspondía a un periodista. Y asegura: “Los militares trataban de controlar todo, pero no había una censura total en la Argentina del proceso.”
“Era difícil”, admitió durante la entrevista que tuvo lugar en su departamento de Barrio Norte, el mismo en el que vivió con su mujer y sus cinco hijos hasta 1979. “Pero los medios tenían la obligación de informar lo que estaba pasando y no lo hicieron.”

Se hubieran salvado muchas vidas más.
Por supuesto. Si el periodista deja de informar, suceden tragedias como la de la Argentina o la de la Alemania nazi. En un régimen de ultraderecha, la capacidad para generar conciencia está en manos de una voz conservadora como La Nación. No tanto Clarín que siempre cambia de política y que, además, en aquella época no tenía tanto impacto. Los medios podrían haber hablado de los desaparecidos. Pero no. Rechazaban a las Madres. No querían hacerlo y eso fue un gran error.

¿Se sabía en aquellos años que había secuestros extorsivos como el del empresario Gutheim, que no eran por cuestiones políticas sino para obligarlos a tomar decisiones empresariales?
Yo no lo sabía. Yo era amigo de Walter Klein, secretario de Estado en el Ministerio de Economía en la época de Martínez de Hoz. Él, prácticamente, me salvó la vida porque me avisó cuando escuchó que Antonio Bussi andaba amenazando con matarme. Cuando corríamos peligro yo dejaban unos días de escribir denuncias sobre desaparecidos y sacaba editoriales neutros sobre cosas positivas como las reformas urbanas en Buenos Aires y las flores en las plazas.

¿Había conciencia de que la represión venía de la mano de un plan económico?
Sí, claro. La palabra neoliberal no existía. Se hablaba de libre comercio, de “modernizar a la Argentina”. En aquella época, yo también pensaba que este no era un país eficiente y que era bueno cambiar la economía. Creo que muchas veces no salvamos de que los militares cerraran el Herald o le pusieran una bomba porque debían pensar: “Bueno, el diario está con la línea económica.”

¿Se sabía algo de los acuerdos entre Clarín, La Nación y La Razón con la dictadura por Papel Prensa?

En aquellos años hubo una lucha muy fuerte en el seno de la Sociedad Interamericana de Prensa por ese tema. No era de ningún modo aceptable que los diarios tuvieran vínculos ni fueran socios con ningún gobierno. Esto era considerado un atentado a la independencia. Máximo Gainza, de La Prensa, se opuso fuertemente y luchó para que Clarín y La Nación se desvincularan de Papel Prensa. Su argumento era que no se puede ser al mismo tiempo miembros de la SIP y socios del gobierno. Recuerdo que Claudio Escribano se enojó conmigo cuando le dije que La Nación citaba a Mitre diciendo que era “una tribuna de doctrina” pero que, vinculándose con Papel Prensa, era más o menos lo mismo que si la Iglesia tuviera una clínica de abortos. Era un poco exagerado, pero yo quería decirle que si se siguen los principios del periodismo no se puede ser socio del gobierno.

¿Supo algo sobre el secuestro y torturas a la viuda del empresario David Graiver en relación con la firma de alguna cesión de Papel Prensa?
Eso no lo sé. Lo que sí sé es que el almirante Massera también estaba en contra. No sé exactamente por qué. Pero la idea de Videla y compañía era darle un regalo a los diarios para seguir teniendo su colaboración. Papel Prensa fue un regalo. Pero no todos aceptaron. Como dije antes, Máximo Gainza dijo que no.

¿Usted participó de alguna reunión entre los jerarcas y los directores de los diarios?
Después del golpe, el general Harguindeguy llamó a los editores para decir que estaban en emergencia porque la Argentina estaba en peligro de ser tomada por el comunismo, y que pedían la colaboración en la lucha contra los subversivos. Yo no fui invitado en esa ocasión porque el Herald no era muy importante todavía. Me lo contó Máximo Gainza, quien estuvo presente pero quien también en esa ocasión rechazó la idea. En aquel momento la mayoría del país estaba a favor del golpe. Se pensaba que los militares iban a traer orden, que iba a ser una dictablanda. Argentina tenía más tradición de golpes que de elecciones.

Sí, pero la realidad es que la tradición argentina indicaba que los golpes de Estado eran duros y duraban seis años y, por otro lado, en Chile había una dictadura como la de Pinochet. Entonces, ¿por qué pensar que la de Videla iba a ser una dictablanda?
Hay que preguntarle al pueblo argentino. Yo no tuve nada que ver con los militares. Después sí tuve contacto con ellos porque estaba tratando de usar el periodismo como debe ser usado, para salvar vidas. Generalmente el rol del periodista es ser el guardián del pueblo.

En el libro, su hijo cuenta sobre muchísimos casos de gente que se salvó gracias al Herald. Es una historia muy conmovedora.
Las puertas de los diarios estaban cerradas para las heroicas Abuelas. Nosotros fuimos los primeros en hacerles notas, algunas firmadas, otras, no. Y después siguieron los otros diarios. Llevé a los corresponsales para hablar con las Abuelas, con Tati Almeida, de La Plata. Una buena persona. Pudimos conseguir que aparecieran algunos chicos como los de María Consuelo Castaño Blanco, que también escribió un libro sobre eso. Ayudamos al director del diario La Opinión, Jacobo Timerman. El rabino Marshall Meyer, un gran amigo mío, me dijo que no sabía qué hacer porque el nombre de Timerman despertaba rechazos terribles. Tratamos de salvar a Alfredo Bravo, ex secretario general del Sindicato de Educación. Una vez estuve con el segundo de Harguindeguy, el coronel David Ruiz Palacio, hablando sobre Bravo. Le dije: “Si no hay pruebas en su contra, déjenlo en libertad, y si las hay que vaya a juicio. Muéstreme las pruebas así yo ya no voy a tener razón alguna para publicar el tema en el diario. Pero si no es así, la imagen de la Argentina en el exterior va a ser muy terrible. ¡Dejen que salga!” Entonces el coronel me contestó: “¡Pero es un viejo marxista!” Como si eso justificara hacer cualquier cosa.

¿A Harguindeguy lo vio?
Cuando estaba por empezar el Mundial de Fútbol de 1978, nos citó para decirnos que nos teníamos que portar muy bien porque el mundo estaba mirando a la Argentina. Nunca hablaban abiertamente sobre lo que pasaba. Cuando terminó la conferencia de prensa yo me quedé y él aprovechó para sermonearme: “Nos da bastante duro…”. Y yo le contesté: “No es una cuestión personal. Hay sesenta periodistas desparecidos.” Yo tenía un grabador, que en aquella época eran enormes, en el bolsillo del chaleco y me olvidé de apagarlo.

¿Tiene grabada la conversación?

Sí.

¿Y entonces?

Me dijo con sarcasmo: “¿Nada más que 60? Usted lo que no sabe es que hay un montón de desaparecidos.” Le pedí que hiciera algo y entonces me contestó: “Lo que pasa, Cox, que usted es un sentimental. Escúcheme, yo no soy Jesucristo. No puedo decirle a Lázaro ‘Levántate y anda’.” Con esa frase bíblica me estaba admitiendo obviamente que los desaparecidos estaban muertos. Los encuentros con Harguindeguy siempre eran tensos, y esa vez empezó a mezclar todo: de repente admitía que los desaparecidos estaban muertos y lo justificaba diciendo que la Argentina estaba en guerra, y cinco minutos después me decía que el tema de los desaparecidos era un invento para desacreditar al gobierno.

Son las estratagemas del sádico ¿Y con Videla estuvo?
Videla para mí es un pobre tipo, un cobarde que no asumió su responsabilidad y al que las cosas se le fueron de las manos. Una vez nos reunimos con él tres periodistas: Hardoy, editorialista de La Prensa, alguien de Clarín cuyo nombre no recuerdo y yo.

¿En qué año fue?

Recuerdo que fue cerca de aquella famosa reunión de Videla con los intelectuales, cuando Jorge Luis Borges y Ernesto Sabato estuvieron con él en la Casa Rosada, y luego fueron duramente criticados por eso. Nosotros nos reunimos en un anexo del despacho presidencial. Videla estaba con un traje gris a rayas claras. Estaba nervioso. Recuerdo que él hablaba y los otros dos periodistas asentían en todo. Yo sabía que estaban desapareciendo gente. No aguanté más y le dije: “Señor presidente, hay gente desapareciendo. Hay madres que andan buscando a sus hijos. Hay que parar esto.” Hasta ese momento había sido muy amable, pero ahí se transformó.

¿Por qué cree que las cosas se le fueron de las manos?
Esa fue mi impresión. Está bien contado en el libro que escribió mi hijo. Videla parecía un conejo dispuesto a la huida. Era un hombre extraño, sin presencia de mando. Estaba convencido de que hablaba con Dios. Entonces, para aplacar la situación, Hardoy dijo: “Bueno, es como en el templo de Julio César, cuando se está en el poder muchas veces hay que hacer cosas que a uno no le gustan.” Desafortunadamente, esa era la opinión de mucha gente del establishment argentino en aquella época. Le juro que hubo un momento en que pensé que el loco era yo, que el único que creía que lo que estaba pasando era una tragedia era yo. Recuerdo una frase escalofriante. Me la dijo un hombre influyente, un civil que no era parte del gobierno. No voy a decir el nombre. Cuando le dije que a los que ponían bombas había que arrestarlos y llevarlos ante la justicia, me contestó: “No. Los terroristas son como piedras: hay que ponerlos en el fondo del pozo.” Lamentablemente, esa era una idea generalizada.

Hubo una parte de la sociedad paralizada por el terror y otra que aprobaba.

En el libro cuento cómo en el country Highland Park, los propietarios querían restringir la cantidad de familias judías autorizadas a vivir en el barrio cerrado. Se fue a votación. Me querían convencer de que no había nada de malo en restringir la membresía. La cola de los vecinos que adherían a esa idea era larguísima y la restricción fue aprobada.

¿A usted lo ayudó ser extranjero y tener protección de su embajada?

Había un diplomático británico llamado Shakespeare que una vez me dio a entender que estaban pendientes de nosotros. Me dijo: “Bob, tengo su número de teléfono y dirección en mi mesita de luz.” Pero las amenazas crecieron y tuve que irme. Muchos años después, cuando volví a declarar en el Juicio a la Junta me pasó algo in-cre-í-ble, increíble. Tan increíble que ni se lo conté a mi mujer. Yo acababa de llegar de los EE UU. Era un viernes a la noche, muy tarde y estábamos todos cansados. Los fiscales Strassera y Moreno Ocampo me preguntaron cómo había sabido de las desapariciones. Yo trataba de explicarlo en mi mal castellano cuando de repente me pasó algo psicológicamente fantástico. Una voz dentro mío me dijo: “¿Qué estás haciendo acá? ¡Los militares son hombres honorables!” En ese momento me oriné. Yo tenía un traje azul y por suerte no se notó. Yo quedé mudo. Los fiscales entonces dijeron: “Bueno, el señor Cox está muy cansado. Mejor lo dejamos para el lunes.”

¿Era como una voz que le venía de su niñez? En su Inglaterra natal le habrán enseñado que los militares son honorables pero los de acá estudiaban cómo torturar en la Escuela de las Américas.

No sé. Creo que fue el síndrome de Estocolmo, cuando uno le tiene simpatía a sus secuestradores.

Fuente: Tiempo Argentino

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