viernes, 28 de marzo de 2014

Crítico documento sobre la libertad de prensa en Argentina

AdEPA aseguró que existe un progresivo deterioro de la libertad de expresión en el país, pues el Gobierno adopta represalias contra quienes le critican o manifiestan una opinión diferente a la oficial
“Informar, opinar, criticar e investigar al Gobierno es asumir el riesgo de la persecución estatal”, destacó AdEPA en las conclusiones de un minucioso informe sobre la situación de las libertades de expresión y de prensa en la Argentina.
También advirtió que los ataques a periodistas y medios independientes, como la dilación del oficialismo en sancionar una ley de acceso a la información pública, “cuestionan dos principios básicos de la democracia: los derechos de los ciudadanos a expresarse sin represalias y a controlar los actos de gobierno”.
El informe, titulado “La libertad de prensa está seriamente deteriorada”, fue leído por el presidente de AdEPA, Carlos Jornet (La Voz del Interior, Córdoba), en la segunda y última jornada de la 51ª Asamblea General Ordinaria que la entidad celebra en la ciudad bonaerense de Bolívar.
El documento, elaborado por la Comisión de Libertad de Prensa e Información de AdEPA, expresa textualmente:
La libertad de prensa está seriamente deteriorada
La libertad de expresión no implica solo poder decir lo que se piensa. Implica poder hacerlo sin represalias ni hostigamientos. Y, además, que existan medios donde poder ejercerla. Esa libertad, así concebida, es la que está en riesgo en la Argentina. Porque hoy informar, opinar, criticar e investigar al Gobierno es asumir el riesgo de la persecución estatal y de la inviabilidad de los medios que la ejercen.
Con ligeras variantes, los oficialismos de ciertos países de América Latina suelen repetir, como lo hace el de nuestro país: "La intensidad de la crítica es la medida de la libertad. Nunca se criticó tanto a un mandatario. Nunca hubo tanta libertad de prensa."
Estas son las premisas y la conclusión del silogismo oficialista. El carácter falaz de este razonamiento efectista se revela cuando analizamos con rigor sus componentes.
La intensidad del discurso que juzga a un gobernante o su gestión es un indicador incompleto y relativo. Debemos acompañarlo con un parámetro que establezca qué ocurre cuando un medio, un periodista o simplemente un ciudadano cuestiona los actos o las características individuales de un funcionario público.
La gravedad de las represalias por ese tipo de manifestaciones constituye un parámetro más certero para medir la salud de la libertad de expresión en un país.
La segunda premisa del silogismo descuenta que nunca se criticó tanto a los gobiernos. Cuando sacamos una radiografía de los medios existentes en los países con gobiernos hostiles hacia el periodismo no oficialista, verificamos que los medios independientes, al menos en el campo audiovisual, conforman una minoría.
Buena parte suele ser cooptada a través del reparto discrecional de fondos públicos, el otorgamiento de licencias o la adjudicación de contratos con el Estado relacionados con negocios paralelos de los propietarios de esos medios.
Otros se autocensuran o tratan de evitar notas discordantes con la partitura oficial porque son perseguidos por los órganos de fiscalización, temen perder el acceso a insumos esenciales o que los anunciantes privados decidan migrar de sus espacios por presiones gubernamentales.
Los medios que pueden resistir este tipo de presiones son los que han logrado mantener su autonomía económica. Por eso, la mayor parte de las represalias están dirigidas a quebrar esa autonomía, que es la que posibilita la independencia editorial.
Este tipo de ataques han crecido significativamente durante 2013 en nuestro país. Desde febrero, los diarios Clarín, La Nación, Perfil y El Cronista, entre otros, sufren un boicot publicitario instigado por el secretario de Comercio Interior, Guillermo Moreno, y configurado por la autocensura publicitaria de las mayores cadenas de supermercados y electrodomésticos.
La pérdida de estos avisos genera una caída de ingresos publicitarios de un 20%, tanto para las empresas periodísticas mencionadas como para las pequeñas y medianas del interior que la padecen, y que lleva en ciertos casos a pasar del equilibrio al déficit operativo. Por otra parte, se trata de un avasallamiento al derecho de todo consumidor a contar con la información adecuada sobre los productos que pretende adquirir.
El otro lado de la moneda de esta medida ilegal es el creciente uso de la pauta oficial como instrumento de alineamiento y de sanción a los medios.
Entre el segundo semestre de 2009 y el primero de 2012, de acuerdo a los datos de la Jefatura de Gabinete de la Nación, más del 40% de los 1.833 millones de pesos distribuidos en ese período fueron destinados a cinco grupos mediáticos dentro de un universo de 15.000 medios de comunicación. Ninguno de ellos lidera la audiencia en sus respectivos segmentos y en algunos casos la diferencia con el competidor que sí lo hace es de veinte a uno.
En los últimos dos años se profundizó el desequilibrio en este reparto, con medios que directamente no recibieron ni un centavo a raíz de su línea editorial y otros que siguieron multiplicando sus ingresos. Es claro que el criterio para la distribución no se apoya en pautas objetivas ligadas a la eficiencia en la transmisión de los mensajes oficiales.
A estos montos hay que sumar los fondos, cientos de veces millonarios, destinados a nutrir un aparato estatal empleado para el proselitismo político. Se agrega a ello una estructura paraoficial conformada por medios que, como contrapartida de ciertos privilegios o concesiones, ofrecen una mirada acrítica, condescendiente, sobre el desempeño de ciertos funcionarios u hostil contra aquellos que proponen un enfoque diferente.
Una característica común entre los gobiernos de la región que exhiben una marcada intolerancia hacia la tarea periodística es el uso instrumental o la aplicación selectiva de leyes generales o específicas contra los medios que intentan ejercer su función sin restricciones arbitrarias.
En la Argentina, según se desprende de declaraciones o acciones concretas de funcionarios, normas como la que regula el mercado de capitales o la denominada ley antiterrorista se suman a otras como la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual o al proyecto para expropiar las acciones privadas de Papel Prensa, junto con otros hostigamientos y persecuciones de todo orden contra esa empresa y sus directivos.
En algunos casos, el Gobierno impulsa con vehemencia la aplicación selectiva de normas, como la ley de medios, socavando en el camino los pilares que sostienen la independencia judicial. En otros, deja la amenaza instalada, configurando un escenario de riesgos e incertidumbre que afecta a cualquier empresa periodística que pretenda contar con un horizonte mínimamente previsible para su viabilidad. No es casual el incumplimiento de las promesas oficiales referidas a la búsqueda de herramientas para paliar la crisis de las pequeñas empresas periodísticas.
La ley audiovisual, al restringir y silenciar medios sin justificación tecnológica, ya que no usan espectro radioeléctrico, vulnera los artículos 14 y 32 de la Constitución Nacional y 13 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos, lo cual afecta claramente la libertad de expresión. Lo mismo sucede cuando limita arbitrariamente la audiencia de los medios privados, excluyendo a la mayoría de la población de la posibilidad de acceder a esos mensajes.
Los regímenes mencionados suelen urdir campañas de hostigamiento constante contra un medio o grupo mediático de gran envergadura. El sometimiento de un actor de gran escala dentro del sector periodístico puede generar un temor que luego se disemine entre el resto de los medios y, por extensión, entre los periodistas y ciudadanos en general.
"El verdadero poder no lo tienen los gobiernos sino los medios", suelen afirmar los representantes de gobiernos que cuentan con extraordinarios recursos económicos que, como hace muchas décadas, no administraban los gestores de la cosa pública, y con contrapesos republicanos debilitados o neutralizados. Esa postulación es funcional a la implementación abusiva de dispositivos fiscalizadores o reguladores para los medios, aplicados por quienes, de acuerdo a la lógica de nuestras constituciones democráticas, deberían ser fiscalizados.
Esos avances para encorsetar a la prensa se apoyan discursivamente en tergiversaciones semánticas. La usurpación lingüística de ciertos términos engendra procesos "democratizadores" que debilitan a la democracia, en la medida en que desmantelan sus presupuestos esenciales.
Hoy, en nuestro país, el gobierno sustituye las conferencias de prensa por entrevistas a medida o emplea reiteradas cadenas audiovisuales para un discurso pretendidamente liberador. Hay funcionarios nacionales, y en algunos casos también locales, para los que "pluralizar" significa multiplicar la dependencia. Recurren de manera corriente a la calumnia y la difamación contra editores. Llevan adelante campañas estigmatizantes y señalamientos públicos contra periodistas y otros ciudadanos que se atreven a expresar una opinión diferente a la oficial. Rige un plexo normativo que se intenta manipular con el fin de someter la discrepancia, en el que el acceso a la información ciudadana es un derecho que duerme en proyectos ignorados por los bloques legislativos mayoritarios.
Luego de tres décadas de que los argentinos retornáramos a la institucionalidad, los ataques a la prensa, la intolerancia ante voces disidentes y la dilación permanente a sancionar una ley de acceso a la información pública cuestionan dos principios básicos del sistema democrático: los derechos de los ciudadanos a expresarse sin represalias y a controlar los actos de gobierno.
Con el escenario descripto es difícil sostener que se atraviesa el mejor momento para la libertad de prensa.
El solo hecho de que esa idea pueda ser esbozada, sin que se la interprete como una ironía feroz e inadmisible, indica que la salud de esa libertad está seriamente deteriorada.

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